viernes, agosto 14, 2009

Elementales IV

Sus pasos hacían crujir la vegetación seca. Cada tanto, las enredaderas le atrapaban un pié y lo hacían trastabillar. Debía tener mucho cuidado con las espinas de las enredaderas, que parecían filosas. Estaba cansado. Muy cansado.
Se desplomó en el suelo luego de alcanzar la cima de la loma. Horrorizado, vio ante sí cientos de lomas iguales a la que acababa de subir, extendiéndose hasta el horizonte.
-Bueno, es todo por hoy. Tal vez mañana esto luzca mejor.
Ya se había acostumbrado a hablar solo. La Irrealidad estaba realmente poco poblada. En las dos semanas que llevaba caminando, sólo había encontrado un pueblo de pocos habitantes, y algún que otro personaje errante. Había recorrido un largo camino en ese tiempo.
Su estado anímico cambiaba tan frecuentemente como el paisaje. Por momentos se sentía protagonista de una gran aventura, una travesía llena de propósito, en busca de algo fundamental. En otras ocasiones, sin embargo, se sentía abandonado, perdiendo el tiempo, y exponiéndose a una muerte segura en un paraje desolado de la Irrealidad, preguntándose si verdaderamente alguien en la Realidad se percataría de su ausencia.
Justamente se encontraba en uno de esos momentos al echarse a descansar sobre la colina. El sol ya se había ocultado tras el horizonte irregular, pero todavía persistía una claridad verdosa en ese lado del firmamento.
Sacó una vasija metálica y una lámpara de aceite pequeña de la mochila. Revolvió uno de los bolsillos de su abrigo hasta encontrar un cubito verde oscuro. Lo calentó en el cuenco hasta fundirlo, y lo bebió de a pequeños sorbos, acompañado con un trozo de pan.
-Bueno, como si esto fuera poco, me estoy quedando sin provisiones. ¿Serán venenosas las enredaderas?
Mientras terminaba el trozo de pan, por mera costumbre sacó de la mochila el amuleto que le había dado Migápoda. Hasta el momento, la piedrita verde de la luz de Kotara se había mantenido tan opaca como el día en que la recibió. Pero esa tarde algo había cambiado.
Al principio pensó que era su imaginación. Si realmente el cristal estaba brillando con luz propia, lo hacía muy tenuemente. Encerró la piedra entre sus palmas y acercó mucho un ojo, cerrando el otro. Sintió un vuelco en su interior: allí estaba la luz. Lánguida, por momentos desaparecía para volver luego de un rato, palpitando débilmente.
Empezó a girar salvajemente la cabeza a un lado y otro buscando una señal, algo que delatara la presencia de los Elementales. Pero las colinas lucían igual de muertas que antes.
-¿Qué hago? ¿por dónde busco?
Bajó corriendo una colina, para subir otra, y otra, y otra. La luz no cambiaba; continuaba fluctuando, casi imperceptible. Tan desesperado estaba, que se había olvidado de sus piernas, que no podían continuar sosteniéndolo por más tiempo. Tropezó en una ladera, y rodó sobre las espinas, que cortaron su piel una vez, y otra, y otra, hasta detenerlo.
Ya no tenía voluntad para moverse. Las lágrimas de frustración nublaron la imagen de Kotara, que pendía de una rama delante suyo. Estaba vencido. Tendido sobre la densa enredadera durmió, sostenido por las espinas clavadas bajo su piel.

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